INMACULADA

“La vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gál 2,20)

Paz y Bien. Me llamo Inmaculada, nací en Herreros de Suso, provincia de Ávila, y estoy en este Monasterio de Santa Ana desde los 15 años.
En mi historia vocacional, Cristo se me ha manifestado siempre a través de las mediaciones. En un primer momento fue una amiga, que durante una misión popular me llamó la atención para saber si yo quería ser monja. Sin pensar mucho la respuesta le dije que sí, pero, a decir verdad, yo no sabía ni comprendía qué pudiese ser eso. Sin comprender, como digo, el alcance de mi palabra (yo tenía entonces 14 años) me mantuve en esta afirmación durante un tiempo y se lo comuniqué  a mi familia, la cual, desde su vivencia  de fe sencilla, pero sincera y profunda, apoyó mi decisión y me ayudaron a realizarla. En aquel momento, este deseo de “ser monja” era  un tanto banal y  no renunciaba fácilmente a las diversiones.
Así pasó un tiempo; una vez terminados mis estudios básicos, mis padres me llevaron  a Peñaranda de Bracamonte (Salamanca), al Colegio de las Hijas de la Caridad, para estudiar allí música, dibujo y taquigrafía. Por relaciones amistosas de mi familia con unas hermanas de esta fraternidad de Santa Ana, me puse en contacto con ellas y una vez finalizados los dos años de solfeo y piano, decidí ingresar en este  Monasterio.  Este paso lo realicé muy en contra de mis sentimientos, e incluso me atrevería a decir en contra de mi voluntad, pues el mundo me atraía;  pero quería “ser santa” y creía que para ello habría que hacer muchos sacrificios. El día de mi ingreso en la fraternidad de Santa Ana, al ver a las monjas detrás de unas rejas, y sus rostros más bien serios y graves, dije a mis padres que me regresaba a casa. El bonachón de mi padre accedió, pero puesto que yo tenía muy claro que debía ser santa a toda costa, asumí el sacrificio y de este modo traspasé el umbral de la puerta de entrada al Monasterio.
Mi encuentro personal con Cristo se produjo siendo novicia, durante unos ejercicios espirituales;  a partir de ese momento recobra sentido mi vida de piedad y el ejercitarme en la virtud.  Conocí y percibí el amor y ternura de Jesús para conmigo y, en mi camino de búsqueda y encuentro, he experimentado cómo  Jesucristo mismo es quien me hacía caminar hacia adelante.
Después de muchos años de consagración,  confieso que Dios ha sido mi luz, mi fuerza y mi salvación a lo largo de mi vida religiosa. Él me ha hecho gozar de su presencia liberadora y sanadora, a través de su Palabra y de las mediaciones que ha ido poniendo en mi camino. En momentos claves, su Palabra ha resonado dentro de mí con fuerza y seguridad: “te basta mi gracia” (2Cor 12,9). Como San Pablo, yo también percibo en mí el deseo de Jesús de  ser glorificado en mi pobreza, “en lo que no cuenta” (1 Cor 1,27), para que todos reconozcan que mis obras son según Dios y que su poder brillará en mi debilidad.
El Señor me ha concedido la gracia de sentir arder en mis entrañas el fuego carismático que abrasó a Francisco y le llevó a exclamar: “Dios ES, y eso basta” (Sabiduría de un pobre); pero también me ha proporcionado la experiencia de su cercanía amorosa y protectora que me ha llevado a escuchar en lo más íntimo del corazón lo que Clara igualmente oyó: “Yo seré tu custodia” (LCl,22).
Por eso, resumo la exposición de mis relaciones con Jesús corroborando con el salmo: “Caminaré en presencia del Señor todos los días de mi vida” (Salmo 116,9. Cfr. Sal 27,4).