Para el ser humano es difícil vivir sin conocer la gran mayoría de los “porqués” de las cosas, personas o situaciones, pero la vida misma nos avoca a situaciones “límite” (¡como la que estamos viviendo!) en las cuales no hay respuestas o se requieren respuestas adecuadas a la dignidad humana y en nuestro caso, cristiana. Sin embargo, no nos engañemos, no todo tiene explicación pero sí que puede llegar a tener sentido en la fe y desde la fe. ¡Y ahí está el quid de la cuestión!  Para algunos, pareciera que la fe debería eximirles de los sufrimientos normales de toda existencia humana, piensan que es como hacerle un favor a alguien de creer en él y a cambio se me protege, ¡y no! Dios no es un talismán que uso a necesidad. Él, más que nadie, se ha implicado en nuestra realidad por medio de su Hijo Jesucristo: desde dentro y desde abajo, asumiendo nuestra condición humana. Él nos acompaña en el camino de la vida para enseñarnos a vivirla con Dios y desde Dios, ensanchando infinitamente el  horizonte de lo que acontece a nuestro alrededor.

Si ponderamos la realidad  solamente desde nosotros mismos, queda gravemente reducida porque “todo hombre resulta para sí mismo un problema no resuelto, percibido con cierta obscuridad…” ya que, “en realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Cristo nuestro Señor,  en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación… Este es el gran misterio del hombre que la Revelación cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta obscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: Abba!,¡Padre!” (Gaudium et spes 21 -22).

De ahí que siempre nos sea posible pedirle a Cristo con toda humildad y sencillez, que nos explique aquello que nos desborda, nos resulta incomprensible y nos descoloca… Pero no para evadir lo que supone hacer frente a las dificultades que la realidad nos presenta o asumir sus riesgos; es algo más profundo: se trata del sentido mismo de nuestra existencia humana. Y puesto que la vida auténtica, verdadera, no consiste en acertar, ni en controlar o en no sufrir, sino en creer, amar y esperar en Dios Padre, todo se puede convertir en invitación a la confianza radical… ¡Y confiando en Su Amor personal por cada uno de sus hijos, nos sabemos siempre en buenas manos en cualquier circunstancia!